El 21 de
septiembre de 1.558 moría en Yuste el Emperador Carlos I de España y V del
Sacro Imperio Romano Germánico (la gente se empeña en llamarle V de Alemania,
cuando aún faltaban casi cinco siglos para que se creara el Estado alemán).
Legaba a su hijo Felipe II todo un imperio, que aunaba el Viejo y el Nuevo
Mundo (éste último incluía no sólo Hispanoamérica, sino también Filipinas, y el
resto de archipiélagos en Oceanía). Un imperio forjado por el esfuerzo de
hombres y mujeres, que descubrieron, conquistaron, civilizaron y evangelizaron
tierras ignotas, uniendo un crisol de gentes bajo una misma fe, lengua y
cultura. Y ese esfuerzo que, como toda obra humana tuvo sus luces y sus
sombras, estuvo alentada desde un primer momento, por los Reyes Católicos, bajo
la impronta de la protección de los naturales de esas tierras, nuevos súbditos
de la Corona, como quedó acreditado en las leyes que se dictaron y que
continuaron sus sucesores, el propio Carlos, su hijo Felipe y sucesivos
monarcas.
Hablamos de
instituciones y legislación como el
Consejo de Indias, los juicios de Residencia, las Leyes de Indias y Reales
Ordenanzas, que a todos obligaba, gobernantes y gobernados, y que suponían una
gran fiscalización de la labor de conquista y civilización. Naturalmente en
aquella época de transportes y comunicaciones muy lentos, la Justicia era
lenta, pero eficaz y tarde o temprano corregía, salvo excepciones, abusos y
arbitrariedades. No ha habido ningún imperio ni antes ni después del español,
en el que de manera tan rigurosa y estricta se defendieran los derechos de los
gobernados, hasta tal punto, que ya durante el reinado de Carlos I, incluso se
paró la conquista, hasta que en Salamanca, los sabios determinaran sobre lo
justo o no, de tal proceso de conquista. Al final, se determinó que sí lo era,
pero siempre que se ajustara al propósito inicial de evangelización de ese
Nuevo Mundo, como efectivamente así se lo encomendó el propio Papa a los Reyes
Católicos. Es decir, el objetivo original era transmitir la fe cristiana a
aquellas gentes. Bien es cierto, que de paso se forjó una nueva realidad
política, que no tenía que ver con las poblaciones nativas, muchas de ellas
ancladas aún en el Neolítico y que con la conquista dieron un salto tecnológico
de siglos, ni tampoco con la del Viejo Continente, sino que alumbró una nueva
sociedad mestiza, que habría de permanecer durante al menos tres siglos, de
forma prácticamente ininterrumpida, en paz y prosperidad.
El caciquismo, la corrupción – ahora ya sin el control de la Justicia y
la Monarquía española-; el exterminio de las poblaciones nativas (esta vez sí,
no el pretendido genocidio de la Conquista que no fue tal), la imposición
generalizada del español (durante el Imperio, los frailes aprendían las lenguas
indígenas para su mejor evangelización, incluso plasmaron por escrito muchas de
esas lenguas, de tradición sólo oral, que así nos han llegado hasta nuestros
días, por ejemplo, el libro sagrado de los mayas el Popol Vuh preservado por
frailes españoles), así como el empobrecimiento generalizado, el
caudillismo, y el sometimiento de las republiquetas liberales y masonas que
surgieron y se vieron sometidas al imperialismo anglo sajón – primero británico
y luego yanki-, éste sí explotador, vinieron tras los mal llamados procesos de
Independencia que, en puridad, debería llamarse guerra civil entre españoles de
ambos hemisferios, pues muchos hispanoamericanos, generalmente las clases más
humildes, fueron en su mayoría claramente partidarios de la permanencia dentro
de España. Quienes alentaron la separación de la Madre Patria fueron las élites
criollas, ansiosas de hacerse con el poder.
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