Isabel Roser, la gran mujer detrás de San Ignacio de Loyola

 La fundación de las distintas compañías y órdenes religiosas han necesitado del carisma, el tesón y la determinación de hombres y mujeres volcados en una misión divina para la cual nacieron.

Pero en este mundo material necesitaron también ayuda económica para poder continuar con su labor. En este camino de formación, las mujeres tuvieron un papel muy importante. 

En el siglo XVI, cuando un joven llamado Ignacio viajaba en busca de iluminación, se topó con un grupo de mujeres que le ayudarían a hacer realidad su sueño. Había sido en Manresa, donde hacia 1522 había pasado meses en una cueva forjando su espíritu y buscando respuestas a sus preguntas.

Allí, unas damas acomodadas y de profunda fe quedaron impactadas por las palabras de aquel hombre sabio y no dudaron en facilitarle los bienes materiales que necesitaba para subsistir. 

Un año después, en una pequeña iglesia de Barcelona conocía a otra mujer devota. Se llamaba Isabel Roser. Cuando vio a aquel hombre vestido de manera humilde y rezando con intensa devoción quedó tan impresionada que no dudó en invitarle a comer a su casa.

Junto a su marido, escucharon sus conmovedoras palabras. Ignacio les explicó que había pasado un tiempo en Manresa y ahora estaba de camino a Tierra Santa. 

«Madre» Isabel

Desde entonces, Isabel Roser se convirtió en una de sus principales benefactoras. Sufragó sus estudios y apoyó todas sus decisiones, manteniendo una intensa correspondencia en la que Ignacio la conocía respetuosamente como “madre”.

Tras años de trabajo y esfuerzo, en 1540 nacía la Compañía de Jesús. Isabel Roser se sentía parte importante de este gran proyecto por lo que, cuando un año después quedaba viuda, sintió el deseo de unirse a Ignacio en su camino creando una rama femenina de la compañía. 

Fue entonces cuando el religioso y su benefactora iniciaron un difícil periodo vital. Ignacio de Loyola no había previsto una rama femenina para su nueva orden religiosa.

Una de sus principales misiones se centraba en la vida de peregrinación, moviéndose de un lado a otro, algo que en pleno siglo XVI era inconcebible que realizara una mujer, puesto que para ellas estaba reservada la vida doméstica o conventual. 

A pesar de la negativa de Ignacio de Loyola, Isabel Roser no cejó en su empeño y llegó hasta Roma para alcanzar su objetivo. En 1545, el día de Navidad, consiguió junto a dos mujeres más, que el papa Pablo III les permitiera hacer votos perpetuos como miembros femeninos de la Compañía de Jesús.

Durante un tiempo, Isabel y las otras mujeres trabajaron intensamente en la casa de Santa Marta de la Ciudad Eterna acogiendo a prostitutas. 

Negativa del Papa

Nueve meses después, el papa revocó el permiso para que ejercieran como parte de la Compañía de Jesús e Isabel Roser tuvo que aceptar que la congregación de su querido Ignacio nunca aceptaría mujeres en su seno.

De regreso a Barcelona, ingresó en un convento de clarisas desde donde continuó manteniendo correspondencia con él y sintiendo por Ignacio el mismo afecto que la había impulsado a apoyarlo para que su sueño se hiciera realidad.

A pesar de las fricciones por querer formar parte activa en el proyecto del futuro santo, Isabel Roser e Ignacio de Loyola no rompieron nunca sus lazos afectivos y siempre mantuvieron un mutuo respeto. 

Isabel Roser fallecía a finales de 1554 en el convento de Santa María de Jerusalén de Barcelona. Meses después de su desaparición, otra mujer, la hermana de Felipe II Juana de Austria, era nombrada jesuita. Sería la única mujer en conseguirlo. 

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